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DESAFÍOS REGLAMENTARIOS: CINCO PRINCIPIOS O BIENES A CONSIDERAR EN EL PROCEDIMIENTO PARA ELABORAR UNA NUEVA CONSTITUCIÓN
Puede no parecerlo a primera vista, pero la tarea de redactar el reglamento que regirá a la Convención es titánica. Y lo es, no solo por el alto cuórum que la Constitución exige para su aprobación, sino también porque el tiempo apremia: tiempo que se invierta para discutir el reglamento es tiempo que se pierde para discutir la nueva Constitución.
Dejando a un lado las insensatas disputas que han vuelto a capturar a la opinión pública, sobre si la Convención puede alterar el cuórum de aprobación de las normas o si tiene la competencia para convocar a plebiscitos vinculantes para dirimir las diferencias (digo insensatas, pues carece de sentido y es un desgaste innecesario de tiempo discutir respecto de algo que ya fue claramente zanjado y que está expresamente prohibido por la Constitución), es necesario poner la atención en lo que implica el desafío de escribir el reglamento. Para ello, quizá sea conveniente tener a la vista los bienes o principios que están en juego.
Estos bienes o principios son, a mi juicio, los siguientes: el consenso, la agilidad de la tramitación, la revisión de las propuestas, la participación de la ciudadanía y la transparencia. El objetivo del reglamento debe ser tanto incorporar, asegurar y propiciar estos bienes o principios como armonizarlos del modo más razonable posible.
Lo primero que debe tenerse a la vista, es que el reglamento debe diseñarse buscando que este propicie el diálogo entre los convencionales y los acuerdos entre ellos. Lógicamente, el que se alcancen acuerdos depende más del carácter y apertura de los convencionales que de las reglas que rijan el proceso, pero las reglas pueden regular modos de resolver los conflictos (mecanismos de desbloqueo). Así, puede reglarse el proceso de tal modo que las propuestas que alcanzan una mayoría simple, es decir, que concitan un apoyo importante pero no suficiente para su aprobación, no sean tenidas por rechazadas sin más, sino que, por ejemplo, pasen a una instancia en las cuales se elaboren y propongan textos de consenso para alcanzar el cuórum de dos tercios (instancias que cumplan una función análoga a la que cumple la comisión mixta en el proceso de formación de la ley).
El segundo bien o principio es la agilidad de la tramitación. Con esto apunto a la misma idea que engloba el concepto de economía procesal, pero enfatizando en la “soltura y rapidez” (RAE) que debe caracterizar la tramitación (esto, pues la exigencia de cumplir plazos razonables se hace particularmente importante por el tiempo acotado que tiene la Convención para cumplir con su encargo). Que sea ágil el proceso, significa que no debe estancarse, por ejemplo, por la falta de acuerdos. Así, a la par de que se resuelve a través de instancias de acuerdo el conflicto respecto de ciertas normas, se puede continuar con la votación de otros asuntos. El proceso debe ser flexible para tramitar a la vez diferentes asuntos y, cuando en un aspecto no se haya alcanzado el consenso necesario, debe existir la posibilidad de que estos puedan ser dejados a un lado para retomarlos más adelante. Dicho de otro modo, el proceso debe considerar la posibilidad de tramitar varias propuestas al mismo tiempo, como ocurre en el Congreso con los proyectos de ley.
La agilidad debe tenerse presente también a la hora de reglar cuestiones prácticas pero fundamentales, como el modo de acordar el orden de los asuntos que se discutirán tanto en las comisiones como en el pleno o el cuórum de las votaciones preliminares en las comisiones. Sería una insensatez que, en cuestiones como estas, el reglamento considerara otro cuórum distinto que la mayoría simple (exigir dos tercios para todos los acuerdos que adopte la Convención, no solo es ir más allá de lo exigido por la Constitución vigente, que solo exige ese cuórum para aprobar el reglamento y para aprobar las normas, sino que significaría, en la práctica, condenar el proceso a una parálisis).
Además de lo anterior, la agilidad debe considerarse a la hora de definir los diversos tipos de discusiones. El reglamento puede determinar diversos tipos de discusiones según sea aquello que se somete a votación. Por ejemplo, puede establecer discusiones por ideas o por propuestas normativas. A la vez, puede disponer discusiones breves o extensas, según la complejidad del asunto a tratar (ya sea complejidad técnica o ideológica).
En esta línea, tal vez sea incluso pertinente que el reglamento establezca una norma que permita suspender momentáneamente la aplicación de sus reglas, a fin de asegurar la agilidad del proceso y, además, sobre la base de la idea de privilegiar consensos (los reglamentos de la Cámara de Diputados y del Senado contemplan reglas en este sentido).
En tercer lugar se encuentra el principio o bien de la revisión de las propuestas. La particularidad del órgano constituyente, frente al Congreso Nacional, es su condición unicameral. En este sentido, no existe una “cámara de origen” y una “cámara revisora”. Por ello, es la propia Convención la que deberá jugar ese doble rol. En este sentido, el reglamento debe contemplar reglas que permitan revisar los textos, no solo considerando la mayoría que pueda haber alcanzado, sino también la importancia de que sean técnicamente bien planteados. Esto es muy importante, pues, en ocasiones, puede que los detalles técnicos sean dejados de lado por el apoyo que concita una propuesta. En esta línea es necesario considerar una revisión final –y eventual aprobación a final– del texto consolidado.
El cuarto bien o principio es la participación ciudadana. Es importante reglar del modo más claro posible los momentos y los modos en que puede intervenir la ciudadanía. Así, por ejemplo, será clave establecer si la intervención ciudadana se dará al comienzo de la discusión de un asunto, es decir, cuando se dialoga sobre sus aspectos generales, o si se permitirá también cuando se discuta específicamente los textos (ambas intervenciones, lógicamente, persiguen fines diferentes). Asimismo, deberá regularse los modos en que se llevará a cabo esa participación: jornadas temáticas, audiencias generales al pleno de la convención o al interior de las comisiones, etcétera. En esta línea, también debe contemplar el reglamento el modo de determinar a cuáles organizaciones se oirá y a cuáles, por motivos de tiempo o por considerarse innecesario atender planteamientos ya hechos, no. La participación ciudadana es fundamental, pero también hay que tener presente la agilidad del proceso: como hemos dicho, el tiempo apremia.
Otro asunto que es importante considerar, es la asistencia de público a los debates de los convencionales. Es conveniente distinguir entre los debates del pleno y los de las comisiones. Habrá que tener a la vista, por supuesto, las características físicas de los lugares en donde se llevará a cabo el trabajo constituyente (además del aforo y otras cuestiones sanitarias). Con todo, hay decisiones previas que es conveniente adoptar. Por ejemplo, ¿se permitirá que asista público a las comisiones y que, en los debates que ahí se lleven a cabo, las personas que asistan puedan presionar para que los convencionales adopten una u otra postura? Todo esto puede alterar el diálogo entre los convencionales y favorecer una indebida presión, afectando la posibilidad de alcanzar acuerdos.
En este sentido, no sería absurdo pensar que, en principio, solo se permita que asistan los convencionales y sus asesores (y el necesario personal administrativo) a las sesiones de comisión. Esto no significa que las sesiones no sean públicas, porque podrían ser transmitidas por diversos canales, sino que no sean abiertas al público. La Ley Nº 18.918, orgánica constitucional del Congreso Nacional, contempla una norma general en este sentido, al disponer que las sesiones de comisión “se realizarán sin la asistencia de público, salvo acuerdo en contrario adoptado por la mayoría absoluta de sus miembros” (art 5).
El reglamento, para efectos de hacer más eficiente la participación de la ciudadanía, puede también distinguir entre las intervenciones que realicen las organizaciones de la sociedad civil, cuyo fin es plantear una inquietud o representar algún parecer ciudadano, y las intervenciones de expertos en algún área, que buscan poner a disposición ciertos conocimientos técnicos y científicos para adoptar la mejor decisión posible.
Para todas estas definiciones, es importante tener presente que la participación de la ciudadanía tiene por objeto nutrir la discusión de la Convención, y jamás puede tener una incidencia vinculante. En todo caso, el que la ciudadanía sea realmente escuchada o no, no dependerá tanto de las reglas como de la disposición de los convencionales a escuchar y tomar en consideración sus inquietudes.
Finalmente, se encuentra el bien o principio de la transparencia. Este principio ha generado una interesante discusión: ¿es conveniente que todas las sesiones sean públicas, a fin de asegurar la transparencia absoluta del proceso? En este aspecto, el reglamento debe contemplar normas que armonicen este bien con el primero que fue mencionado, es decir, con la idea de propiciar instancias para lograr acuerdos.
Es razonable que todas las votaciones sean públicas, así como los discursos y las razones que ofrezcan los convencionales para sustentar su posición. Con todo, también parece razonable que existan instancias reservadas (que no es sinónimo de turbias) para acordar textos o acercar posiciones. Es conveniente generar climas de confianza, en los cuales los convencionales dirijan (y tengan la certeza que su contradictor también lo hace) sus argumentos a otro convencional que piensa diferente y no a la opinión pública, es decir, instancias de verdadera deliberación política. De lo contrario, si el discurso convencional solo se dirige a los grupos que cada uno de los convencionales intenta representar (atrincheramiento) o fijándose, fundamentalmente, cómo este es recibido en la opinión pública (riesgo de demagogia), difícilmente será posible lograr consensos.
Las reglas de funcionamiento, tanto las que contempla la Constitución y que establecen los márgenes generales de la votación de las normas, como las que fije la Convención en virtud de su potestad reglamentaria, son fundamentales para el desenvolvimiento del proceso. Pero, en la línea de lo sostenido, también será fundamental la disposición con la cual los convencionales se aproximen a las discusiones y debates. Las reglas disciplinan el juego, pero el que este sea exitoso depende de los mismos jugadores (por de pronto, que no intenten saltarse las reglas). Por ello, lo fundamental –por llamarlo de algún modo– es la buena fe: un deber de rectitud, de honestidad, de colaboración, de cumplir lo pactado, de someterse lealmente a las reglas del juego, de deferencia, de escuchar e interpretar del mejor modo posible los argumentos de quienes se encuentran en la vereda del frente; en definitiva, de dialogar con ánimo de alcanzar acuerdos amplios y que beneficien a la comunidad en su conjunto.