Lo nuevo, en términos constitucionales, no es sinónimo de refundacional. Los países son mucho más que sus cartas magnas, y pretender modificar toda una nación por medio de tinta y papel carece de sentido. Sin embargo, mucho daño puede hacerse desde la tinta y el papel: las Constituciones no pueden hacernos nacer de nuevo, pero sí pueden trazar una ruta de muerte. Así, por ejemplo, pueden ahogar con normas jurídicas y potestades administrativas las posibilidades de despliegue de la sociedad civil.
Hay, con todo, una izquierda que insiste en la idea de la refundación. Con cierta arrogancia, como creyendo que son ellos quienes pisan por primera vez esta tierra (se me viene a la mente aquel verso de La Araucana de Ercilla: «aquí llegó, donde otro no ha llegado»), niegan el pasado y se apropian del futuro. Son incapaces de comprenderse pequeños ante Dios y la historia. Creen que la democracia lo es todo y que además les pertenece, de modo que su voz y voto deben definir nuestros destinos.
Este es, tal vez, el mayor problema al que nos vemos enfrentado hoy: la idea de que Chile comienza (y termina) con nosotros. Pero esas mentes idealistas en algún momento se estrellarán con la realidad. Solo somos, poseyendo una dignidad inconmensurable, un eslabón más en esta cadena temporal. Así, nuestra primera característica como ciudadanos es la de ser herederos: este país, nuestro, que ahora nos toca habitar, se lo debemos a una lista interminable de compatriotas, y un mínimo sentido de pertenencia nos debe llevar a mirar con ojos de gratitud todo lo que nos ha sido dado. De ahí que, en un debate constitucional como el actual, lo primero que debemos hacer es considerar la opinión de quienes ya no están con nosotros, pues ellos también tienen algo que decir. Si se quiere, esto significa democratizar aún más la discusión, pues esa opinión suya es nuestra tradición, y como decía Chesterton, «la tradición es la democracia de los muertos».
Cada generación tiene en sus manos el destino de la que sigue. La responsabilidad es radical, pues de nosotros depende que aquel país que heredarán nuestros hijos sea, con cosas mejores y peores, el mismo que nosotros heredamos. De ahí que obviar la tradición en el ámbito constitucional no solo sea una ilusión (como lo es la pretendida “hoja en blanco”), sino también una injusticia para con las generaciones que vienen.
Artículo publicado en El Mostrador